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El reposo del guerrero: Reverón en el Castillete

Actualizado: 19 ago 2020


Fotografía / El playón / Armando Reverón / Cortesía www.iamvenezuela.com


EL CASTILLETE, UN PROTAGONISTA SILENCIOSO*

Juan Calzadilla


Los restos de la estructura arquitectónica desarrollada por Armando

Reverón para vivir y crear en una morada cosida al cuerpo, según las

necesidades de su desplazamiento frente al lienzo y a la vida, constituyen

hoy un hito de nuestro patrimonio cultural. La casa de Macuto donde

resultara la eclosión de esta obra fundamental es la representación

objetivada del mundo interior del artista.


Concebido en principio como vivienda y taller, el Castillete de Macuto

trascendió esas meras funciones vitales para convertirse con el tiempo

en la representación física del universo de Armando Reverón. Testamento,

morada y reino de su utopía, albergue de sus múltiples objetos,

circo para el juego y plataforma teatral, el Castillete recupera para

nosotros la imagen de una arquitectura orgánica desde cuyo ámbito

solar la obra del artista concentra e irradia hacia el exterior la energía

que le comunicaba una sabia, constante y metódica interacción con

la naturaleza.


Convertido en museo desde 1974 y remodelado en 1992, el Castillete

nos permite reimaginar hoy día las condiciones en que, rodeado por sus

creaciones, vivió el pintor durante los treinta y cinco años de su permanencia

en el litoral central.


Pero el tiempo y sus cambios han hecho lo suyo. El paisaje también se

ha transformado y en buena parte también el espacio intramuros sufrió

modificaciones después de la muerte del pintor. El afuera ya no es

ese sitio primigenio al que llegó Reverón cuando tenía treinta años para

erigirlo en mundo propio. En la marcha indetenible del tiempo, se trasmutó

incesantemente en lo que hoy es: recuerdo y extensión ruidosa

del universo urbano. Solo lo que queda del Castillete permanece intransigentemente

fiel a las huellas que el pintor dejó grabadas en cuadros,

objetos, muros y piedras.


Habiendo empezado a construirlo en 1923, Reverón hizo de lo que

en principio fue un rancho o simple cobertizo con techo de palma y

piso de tierra, una morada que llegó a tener con el tiempo aspecto

exterior de templo o de abigarrada fortaleza colonial, en cuyo interior,

en medio de rumoreantes patios, convivían en apretado haz de luz los

árboles tropicales, el sonido del viento, la algarabía de los pájaros, aves

de corral, un perro y el desparpajo de dos monos amaestrados. Para

Reverón este equilibrio de los elementos naturales, expresado armoniosamente

en el interior de su mítica vivienda y en su relación con lo

externo, era esencial y correspondía a lo que internamente él buscaba

y encontró en su vida para expresarlo en su arte.


Solo sabiéndose en armonía con la naturaleza, Reverón podía sentirse

plenamente habitando sus propias fuerzas.


El ideal por el cual buscó que su obra fuera expresión de un orden que

expresara con la mayor pureza, el hábitat natural y que reflejara sobre

todo la idiosincrasia y el modo de ser del hombre venezolano, con los

que se identificaba, correspondía en su fuero íntimo a la decisión de

Reverón de llevar una vida despojada, desnuda, frugal y consagrada enteramente

a ese ideal, una vida remisa a todo confort y a los atractivos

de la civilización, y circunstanciada con un sentimiento telúrico que lo

afirmaba en su convicción de que estaba haciendo y llegó a hacer una

pintura «verdaderamente venezolana».


Reverón buscaba seguridad en sus propias fuerzas para marcar distancia

respecto al mundo urbano que había abandonado y al mismo tiempo

ensayaba reencontrarse en la naturaleza hasta un punto tal en que sin

tener que depender de ella, pudiera bastarse a sí mismo, de espaldas a

su pasado y la tradición técnica que también rechazaba con su decisión

de abandonar la civilización.


No fue por un hecho fortuito que Reverón eligió un lugar abrupto y apartado

del litoral de Macuto para construir el Castillete. Ya desde 1920, en

Caracas, había planeado esta gran decisión de su vida y, estimulado por

Nicolás Ferdinandov, dio este paso definitivo a un universo apartado

donde no le quedaba más que renunciar a la civilización y reeducarse

en un modo de vida primitiva. Intuía que solo así, frente a la naturaleza

y aliándose con esta, podía adueñarse enteramente de su voluntad para

llevar a cabo la obra a la que se sentía llamado y la cual no hubiera podido

realizar de otro modo.


Esta obra era, en principio, él mismo. El Castillete fue creciendo como

un organismo vivo simultáneamente con la ampliación del mundo pictórico

de Reverón, hasta formar uno con este, y en la misma dirección

en que ganaban cuerpo su compleja exploración temática y sus originales

técnicas. El Castillete es la forma arquitectónica que adopta el

crecimiento del universo de Reverón en su doble fluir, de lo real a lo

imaginario y viceversa.


Gradualmente, junto con la extensión de sus facultades imaginativas y

con la necesidad que el artista sentía de intervenir gestualmente en la

ejecución de su pintura, el Castillete también se moviliza y se incorpora

al acto de la creación, como eje del universo reveroniano.


Reverón se movió en este espacio como si su casa fuera la naturaleza. El

Castillete en pleno era para él parte de la naturaleza, pues no establecía

límites entre él y lo que lo rodeaba. Lo que lo rodeaba, la naturaleza, era

también parte de él. Y se esforzaba en comprenderla.

Allá el mar, aquí la morada


La obra pictórica de Reverón queda, desde su llegada a Macuto, dividida

y como enmarcada por dos espacios naturales que se la disputan. Por un

lado es el afuera, el paisaje al aire libre, con su intensa energía lumínica,

paisaje predominantemente marino, en el cual se funda su observación


para resolver el problema de la luz y, con esto, para dar su principal

contribución a la pintura venezolana. Y por el otro, es el espacio del Castillete,

tranquilo y misterioso ámbito que no solo le proporciona morada

y seguridad, sino que también en sí mismo expresa dos funciones que

para Reverón eran análogas: vivir y crear.


El Castillete no surgió de la noche a la mañana ni fue resultado de un

diseño complejo. Su construcción, enteramente espontánea, se prolongó

por más de dos décadas y progresó lentamente a lo largo de una

serie de etapas durante las cuales la edificación, al igual que el desarrollo

de la pintura de Reverón, experimentó cambios y transformaciones

para adaptarse tanto a los nuevos requerimientos del trabajo del pintor

como a las funciones de la vida y al apremio cada vez más urgente

que Reverón sentía de abrirle un espacio propio a su imaginario, un

espacio lentamente invadido por criaturas irreales, por un objetuario

fantástico.


Crecimiento dirigido, según palabras del propio Reverón, a hacer de

aquel espacio: «lugar de exposición de las obras y espacio para el esparcimiento

de los visitantes, para la recepción de turistas y para el

mantenimiento de las relaciones con el vecindario».


El Castillete cubre un área de 26 metros cuadrados. Un espacio demasiado

pequeño, ciertamente, para un artista que requería de tanto escenario,

de tanta movilidad de las cosas y de tantos desplazamientos

personales, cuando pintaba sus obras o añadía más elementos a su febril

imaginación de decorador. Pero no por ser reducido era un espacio

insuficiente para lo que Reverón se proponía con él: comprimir el vasto

universo de su invencionario a un territorio mínimo, solar y habitado

por todo lo que era para él absolutamente indispensable como representación

de su universo.


El proyecto global de la obra de Reverón se inscribe en el Castillete,

exactamente como en la escena está el espacio donde evoluciona una

pieza de teatro, del mismo modo, el mar, la playa y la montaña, observados

siempre del natural –mientras el pintor convivía con ellos– son

los escenarios exteriores de su pintura.


Reverón encontró en Macuto las condiciones que intuía esenciales para

realizarse como hombre, para vivir en armonía consigo mismo y para

llevar a cabo, con la mayor libertad y el menor número de limitaciones,

la obra que imaginaba y de la que, hasta 1920, solo había dado promisorios

indicios. Su obra cambió desde que entró en contacto con aquel

nuevo ambiente.


Su relación con el medio ambiente fue humana y creativa, y consistió

más en saber adaptarse a las formas de vida que halló en aquel paisaje

agreste, pero franco y puro, que en imponerse a ellas, aportando hábitos

extraños. Su convivencia con los lugareños generó nexos cálidos

que, aunque elementales, precisamente por esto estaban signados por el

respeto y la valoración de aquellas vidas sencillas. La participación del

vecindario en las tareas de Reverón fue activa, espontánea y dinámica,

y de ningún modo sumisa o forzada. Él encontró en aquella comunidad

de campesinos y pescadores sus principales colaboradores: albañiles,

maestros de obra, obreros, costureras y modelos para su obra figurativa.

Oficiantes de sus ritos y seres míticos, que lo comprendían como si

fueran sus iguales.


El Castillete constituye el escenario de gran parte de su obra figurativa,

ya retratos o imágenes inspiradas en personajes del entorno, en Juanita,

pródiga y fiel protagonista de su pintura, y en las modelos de trapo.

El Castillete no solo sirvió de taller y residencia de Reverón, sino que

también le proporcionó a su pintura un paisaje interior, a menudo ambiguo

y difuso, pero perfectamente enmarcado por el horizonte de los

muros de piedra, por las divisiones de arpillera del caney, o por la amorosa

sombra que los árboles arrojan al patio que sirve de reunión, de

retiro momentáneo, de sitio de esparcimiento y solaz a la hora de la tertulia

o el descanso, y también de eje de comunicación entre uno y otro

espacio de la mágica edificación. Desde allí Reverón oficiaba como un

mago. Debido al Castillete comenzó a ser más conocido por la leyenda

que se tejió alrededor de él que por su obra misma.


Reverón buscaba seguridad en sus propias fuerzas para marcar distancia

respecto al mundo urbano que había abandonado, y al mismo

tiempo ensayaba para encontrarse en la naturaleza hasta un punto tal

en que sin tener que depender de ella pudiera bastarse a sí mismo, de

espaldas a su pasado y la tradición técnica que también rechazaba con

su decisión de abandonar la civilización.


En esta perspectiva, el Castillete vino a llenar una doble función: Simboliza

la independencia del artista y le proporcionaba a este un sitio

confortable donde podía trabajar su obra sin ser molestado. Un sitio

en el cual podía entregarse a un proceso de creación de tal intensidad

que poco a poco fue adquiriendo los visos fantásticos que conducían a

la locura.


* Revista Nacional de Cultura, número 346.


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