Fotografía / El playón / Armando Reverón / Cortesía www.iamvenezuela.com
EL CASTILLETE, UN PROTAGONISTA SILENCIOSO*
Juan Calzadilla
Los restos de la estructura arquitectónica desarrollada por Armando
Reverón para vivir y crear en una morada cosida al cuerpo, según las
necesidades de su desplazamiento frente al lienzo y a la vida, constituyen
hoy un hito de nuestro patrimonio cultural. La casa de Macuto donde
resultara la eclosión de esta obra fundamental es la representación
objetivada del mundo interior del artista.
Concebido en principio como vivienda y taller, el Castillete de Macuto
trascendió esas meras funciones vitales para convertirse con el tiempo
en la representación física del universo de Armando Reverón. Testamento,
morada y reino de su utopía, albergue de sus múltiples objetos,
circo para el juego y plataforma teatral, el Castillete recupera para
nosotros la imagen de una arquitectura orgánica desde cuyo ámbito
solar la obra del artista concentra e irradia hacia el exterior la energía
que le comunicaba una sabia, constante y metódica interacción con
la naturaleza.
Convertido en museo desde 1974 y remodelado en 1992, el Castillete
nos permite reimaginar hoy día las condiciones en que, rodeado por sus
creaciones, vivió el pintor durante los treinta y cinco años de su permanencia
en el litoral central.
Pero el tiempo y sus cambios han hecho lo suyo. El paisaje también se
ha transformado y en buena parte también el espacio intramuros sufrió
modificaciones después de la muerte del pintor. El afuera ya no es
ese sitio primigenio al que llegó Reverón cuando tenía treinta años para
erigirlo en mundo propio. En la marcha indetenible del tiempo, se trasmutó
incesantemente en lo que hoy es: recuerdo y extensión ruidosa
del universo urbano. Solo lo que queda del Castillete permanece intransigentemente
fiel a las huellas que el pintor dejó grabadas en cuadros,
objetos, muros y piedras.
Habiendo empezado a construirlo en 1923, Reverón hizo de lo que
en principio fue un rancho o simple cobertizo con techo de palma y
piso de tierra, una morada que llegó a tener con el tiempo aspecto
exterior de templo o de abigarrada fortaleza colonial, en cuyo interior,
en medio de rumoreantes patios, convivían en apretado haz de luz los
árboles tropicales, el sonido del viento, la algarabía de los pájaros, aves
de corral, un perro y el desparpajo de dos monos amaestrados. Para
Reverón este equilibrio de los elementos naturales, expresado armoniosamente
en el interior de su mítica vivienda y en su relación con lo
externo, era esencial y correspondía a lo que internamente él buscaba
y encontró en su vida para expresarlo en su arte.
Solo sabiéndose en armonía con la naturaleza, Reverón podía sentirse
plenamente habitando sus propias fuerzas.
El ideal por el cual buscó que su obra fuera expresión de un orden que
expresara con la mayor pureza, el hábitat natural y que reflejara sobre
todo la idiosincrasia y el modo de ser del hombre venezolano, con los
que se identificaba, correspondía en su fuero íntimo a la decisión de
Reverón de llevar una vida despojada, desnuda, frugal y consagrada enteramente
a ese ideal, una vida remisa a todo confort y a los atractivos
de la civilización, y circunstanciada con un sentimiento telúrico que lo
afirmaba en su convicción de que estaba haciendo y llegó a hacer una
pintura «verdaderamente venezolana».
Reverón buscaba seguridad en sus propias fuerzas para marcar distancia
respecto al mundo urbano que había abandonado y al mismo tiempo
ensayaba reencontrarse en la naturaleza hasta un punto tal en que sin
tener que depender de ella, pudiera bastarse a sí mismo, de espaldas a
su pasado y la tradición técnica que también rechazaba con su decisión
de abandonar la civilización.
No fue por un hecho fortuito que Reverón eligió un lugar abrupto y apartado
del litoral de Macuto para construir el Castillete. Ya desde 1920, en
Caracas, había planeado esta gran decisión de su vida y, estimulado por
Nicolás Ferdinandov, dio este paso definitivo a un universo apartado
donde no le quedaba más que renunciar a la civilización y reeducarse
en un modo de vida primitiva. Intuía que solo así, frente a la naturaleza
y aliándose con esta, podía adueñarse enteramente de su voluntad para
llevar a cabo la obra a la que se sentía llamado y la cual no hubiera podido
realizar de otro modo.
Esta obra era, en principio, él mismo. El Castillete fue creciendo como
un organismo vivo simultáneamente con la ampliación del mundo pictórico
de Reverón, hasta formar uno con este, y en la misma dirección
en que ganaban cuerpo su compleja exploración temática y sus originales
técnicas. El Castillete es la forma arquitectónica que adopta el
crecimiento del universo de Reverón en su doble fluir, de lo real a lo
imaginario y viceversa.
Gradualmente, junto con la extensión de sus facultades imaginativas y
con la necesidad que el artista sentía de intervenir gestualmente en la
ejecución de su pintura, el Castillete también se moviliza y se incorpora
al acto de la creación, como eje del universo reveroniano.
Reverón se movió en este espacio como si su casa fuera la naturaleza. El
Castillete en pleno era para él parte de la naturaleza, pues no establecía
límites entre él y lo que lo rodeaba. Lo que lo rodeaba, la naturaleza, era
también parte de él. Y se esforzaba en comprenderla.
Allá el mar, aquí la morada
La obra pictórica de Reverón queda, desde su llegada a Macuto, dividida
y como enmarcada por dos espacios naturales que se la disputan. Por un
lado es el afuera, el paisaje al aire libre, con su intensa energía lumínica,
paisaje predominantemente marino, en el cual se funda su observación
para resolver el problema de la luz y, con esto, para dar su principal
contribución a la pintura venezolana. Y por el otro, es el espacio del Castillete,
tranquilo y misterioso ámbito que no solo le proporciona morada
y seguridad, sino que también en sí mismo expresa dos funciones que
para Reverón eran análogas: vivir y crear.
El Castillete no surgió de la noche a la mañana ni fue resultado de un
diseño complejo. Su construcción, enteramente espontánea, se prolongó
por más de dos décadas y progresó lentamente a lo largo de una
serie de etapas durante las cuales la edificación, al igual que el desarrollo
de la pintura de Reverón, experimentó cambios y transformaciones
para adaptarse tanto a los nuevos requerimientos del trabajo del pintor
como a las funciones de la vida y al apremio cada vez más urgente
que Reverón sentía de abrirle un espacio propio a su imaginario, un
espacio lentamente invadido por criaturas irreales, por un objetuario
fantástico.
Crecimiento dirigido, según palabras del propio Reverón, a hacer de
aquel espacio: «lugar de exposición de las obras y espacio para el esparcimiento
de los visitantes, para la recepción de turistas y para el
mantenimiento de las relaciones con el vecindario».
El Castillete cubre un área de 26 metros cuadrados. Un espacio demasiado
pequeño, ciertamente, para un artista que requería de tanto escenario,
de tanta movilidad de las cosas y de tantos desplazamientos
personales, cuando pintaba sus obras o añadía más elementos a su febril
imaginación de decorador. Pero no por ser reducido era un espacio
insuficiente para lo que Reverón se proponía con él: comprimir el vasto
universo de su invencionario a un territorio mínimo, solar y habitado
por todo lo que era para él absolutamente indispensable como representación
de su universo.
El proyecto global de la obra de Reverón se inscribe en el Castillete,
exactamente como en la escena está el espacio donde evoluciona una
pieza de teatro, del mismo modo, el mar, la playa y la montaña, observados
siempre del natural –mientras el pintor convivía con ellos– son
los escenarios exteriores de su pintura.
Reverón encontró en Macuto las condiciones que intuía esenciales para
realizarse como hombre, para vivir en armonía consigo mismo y para
llevar a cabo, con la mayor libertad y el menor número de limitaciones,
la obra que imaginaba y de la que, hasta 1920, solo había dado promisorios
indicios. Su obra cambió desde que entró en contacto con aquel
nuevo ambiente.
Su relación con el medio ambiente fue humana y creativa, y consistió
más en saber adaptarse a las formas de vida que halló en aquel paisaje
agreste, pero franco y puro, que en imponerse a ellas, aportando hábitos
extraños. Su convivencia con los lugareños generó nexos cálidos
que, aunque elementales, precisamente por esto estaban signados por el
respeto y la valoración de aquellas vidas sencillas. La participación del
vecindario en las tareas de Reverón fue activa, espontánea y dinámica,
y de ningún modo sumisa o forzada. Él encontró en aquella comunidad
de campesinos y pescadores sus principales colaboradores: albañiles,
maestros de obra, obreros, costureras y modelos para su obra figurativa.
Oficiantes de sus ritos y seres míticos, que lo comprendían como si
fueran sus iguales.
El Castillete constituye el escenario de gran parte de su obra figurativa,
ya retratos o imágenes inspiradas en personajes del entorno, en Juanita,
pródiga y fiel protagonista de su pintura, y en las modelos de trapo.
El Castillete no solo sirvió de taller y residencia de Reverón, sino que
también le proporcionó a su pintura un paisaje interior, a menudo ambiguo
y difuso, pero perfectamente enmarcado por el horizonte de los
muros de piedra, por las divisiones de arpillera del caney, o por la amorosa
sombra que los árboles arrojan al patio que sirve de reunión, de
retiro momentáneo, de sitio de esparcimiento y solaz a la hora de la tertulia
o el descanso, y también de eje de comunicación entre uno y otro
espacio de la mágica edificación. Desde allí Reverón oficiaba como un
mago. Debido al Castillete comenzó a ser más conocido por la leyenda
que se tejió alrededor de él que por su obra misma.
Reverón buscaba seguridad en sus propias fuerzas para marcar distancia
respecto al mundo urbano que había abandonado, y al mismo
tiempo ensayaba para encontrarse en la naturaleza hasta un punto tal
en que sin tener que depender de ella pudiera bastarse a sí mismo, de
espaldas a su pasado y la tradición técnica que también rechazaba con
su decisión de abandonar la civilización.
En esta perspectiva, el Castillete vino a llenar una doble función: Simboliza
la independencia del artista y le proporcionaba a este un sitio
confortable donde podía trabajar su obra sin ser molestado. Un sitio
en el cual podía entregarse a un proceso de creación de tal intensidad
que poco a poco fue adquiriendo los visos fantásticos que conducían a
la locura.
* Revista Nacional de Cultura, número 346.
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